Somos en la palabra, el verbo, el logos. Al nombrar distinguimos y vemos los elementos que revelamos como formando parte del horizonte de eventos de cada uno de los micromundos que vivimos en nuestra experiencia diaria, en la que la palabra aparece con cuatro funciones mutuamente implicadas en mayor o menor grado según la naturaleza del micromundo de referencia:
• Función vehicular: usamos las palabras para decir lo que deseamos decir.
• Función reveladora: en la conversación con el entorno que ella misma distingue como tal, nuestra conciencia establece descripciones que enactúan lo real en el micromundo de referencia.
• Función poiética: la palabra se muestra henchida de obras que florecen cuando el logos anida, da raíces y crece en nuestra conciencia (Plotino, Enéadas, V, VIII, 6)
• Función regeneradora: las obras que la palabra siembra en nosotros nos llevan a un cambio, a un renacer: la regeneración se produce a través de la palabra (Corpus Hermeticum, XVI, 2)
En todo esto se nos produce un proceso interno de continuo rebote entre palabra y silencio, y entre palabra y palabra. Este trabajo de alquimia de la palabra ha sido bien descrito por Platón en su Carta VII, escrita a sus amigos de Siracusa en 353 o 352, cinco años antes de morir, y que ya he presentado aquí en otra ocasión:
“Hay, sin embargo, una cosa que puedo decir en lo que se refiere a quienes han escrito o escribirán pretendiendo saber el objeto de mi esfuerzo - ya sea que lo hayan escuchado de mí, o de otros, o encontrado por ellos mismos – y es que les es imposible, en mi humilde opinión, entender nada de eso. Por lo menos no hay sobre esto ningún escrito mío y no es previsible que lo haya nunca. Es algo que no se deja expresar en palabras, como otros conocimientos; solamente después de una familiaridad prolongada, una verdadera vida en común, de pronto – como al nacer la llama se enciende una claridad – aparece en el alma y en lo sucesivo se nutre a sí mismo” (Carta VII 7.341c).
“Cuando se han restregado unos contra otros factores, nombres, definiciones, imágenes y sensaciones, cuando se los ha probado en discusiones benévolas y sin poner ningún énfasis ni en las preguntas ni en las respuestas, de pronto se produce, con gran trabajo, un trazo de luz, se concibe y comprende el objeto estudiado, si, por lo menos, uno ha estirado sus fuerzas tanto como le es posible al hombre.” (Carta VII, 7.344b)
martes, 28 de julio de 2009
lunes, 27 de julio de 2009
Leer espacios
Cuando alguien escribe algo, emplea palabras separadas por espacios. Estos espacios son lo que resta del medio espaciotemporal en el que tales palabras cobran ser. Unidas entre sí por estos espacios, las palabras constituyen frases que dicen. Pero sin los espacios, las frases dejan de decir.
Cuando un autor enfrenta la tarea de escribir, se produce un largo ir y venir entre la voz interior y las palabras que tratan de expresarla. El autor trabaja, corrige, revisa, deja reposar, vuelve a corregir; valida la comunicabilidad de su escrito sometiéndolo a la lectura de otros. Aún así, no todo va en las palabras: queda un silencio no expresado en ellas.
Este silencio está en los espacios en los que las palabras discurren. Palabras y silencios forman, en conjunto, lo que el autor ofrece al lector. Y éste queda enfrentado a la tarea de recrear.
En cuanto a las palabras, el manejo del lenguaje basta; es una habilidad que pertenece a la realidad ordinaria; como toda habilidad, tiene sus grados, y a mayor manejo del lenguaje, mayor posibilidad de expresión. El leer los espacios es otro cuento; no es asunto de lenguaje, porque los espacios son silencio, y el silencio no tiene palabras, está más allá de todo decir.
Leer espacios es tarea de conocimiento silencioso, tarea del espíritu: no de la razón. Para leerlos las palabras deben ser dejadas atrás, olvidadas la crítica literaria y las teorías del lenguaje; ignoradas la gramática y aquella hermosa fantasía que se llama semántica (o semiótica, como prefiere llamarla Umberto Eco).
Como todo conocimiento silencioso, de una realidad no ordinaria, la lectura de espacios se produce por sí misma en quien se ha colado por las rendijas existentes entre las descripciones que las palabras hilvanan. Y esa realidad no ordinaria, no codificada en las palabras, que originalmente quedó dentro del autor cuando las palabras fueron los moldes a los que su experiencia interna tuvo que atenerse, se rehace en el lector. Talvez de otra manera: no tiene por qué coincidir con la de quien escribe.
Y aquí se produce la maravilla de la superación de los marcos espaciotemporales. Autor, lenguaje, editor, libro, a veces traductor, lector: una secuencia de comunicación entre realidades no coincidentes sino que algo desplazadas unas de otras, pero dialécticamente unidas en un afirmarse-negarse-recrearse que hace de la lectura un vínculo sin fronteras.
Tengo en mis manos las Enéadas de Plotino. Leo en el griego en que ese texto neoplatónico fue escrito en el siglo III d. C. Me ayudo con una traducción latina hecha por el humanista italiano Marsilio Ficino en Florencia en 1492, y con frecuencia la corrijo: muchas veces lleva el agua a su molino. La edición crítica de que dispongo, con introducciones y notas en un correcto pero duro latín germánico, fue cuidadosamente hecha por Creuzer, Moser y Dübner (en el Foro Romano se habrían reído de estos "bárbaros" como lo hicieron del que después fue el Emperador Adriano, cuando recién llegó de España), e impresa en París en 1896 por Firmin-Didot y compañía, tipógrafos del Instituto de Francia. Contiene, además, las "Sentencias" de Porfirio, académico griego algo posterior a Plotino, que hizo un no bien logrado intento de codificación del neoplatonismo; se agregan las "Soluciones" del filósofo latino Prisciano, coetáneo del anterior, quien escribe "al rey de los persas" para ayudarlo a entender lo que éste parecía no captar bien. Una larga secuencia humana entre Plotino y yo; es para mí un libro querido: en él, compartimos espacios y tiempos.
Esto es (y mucho queda en los espacios) lo que intento decir cuando hablo de que los espacios son para ser leídos.
Cuando un autor enfrenta la tarea de escribir, se produce un largo ir y venir entre la voz interior y las palabras que tratan de expresarla. El autor trabaja, corrige, revisa, deja reposar, vuelve a corregir; valida la comunicabilidad de su escrito sometiéndolo a la lectura de otros. Aún así, no todo va en las palabras: queda un silencio no expresado en ellas.
Este silencio está en los espacios en los que las palabras discurren. Palabras y silencios forman, en conjunto, lo que el autor ofrece al lector. Y éste queda enfrentado a la tarea de recrear.
En cuanto a las palabras, el manejo del lenguaje basta; es una habilidad que pertenece a la realidad ordinaria; como toda habilidad, tiene sus grados, y a mayor manejo del lenguaje, mayor posibilidad de expresión. El leer los espacios es otro cuento; no es asunto de lenguaje, porque los espacios son silencio, y el silencio no tiene palabras, está más allá de todo decir.
Leer espacios es tarea de conocimiento silencioso, tarea del espíritu: no de la razón. Para leerlos las palabras deben ser dejadas atrás, olvidadas la crítica literaria y las teorías del lenguaje; ignoradas la gramática y aquella hermosa fantasía que se llama semántica (o semiótica, como prefiere llamarla Umberto Eco).
Como todo conocimiento silencioso, de una realidad no ordinaria, la lectura de espacios se produce por sí misma en quien se ha colado por las rendijas existentes entre las descripciones que las palabras hilvanan. Y esa realidad no ordinaria, no codificada en las palabras, que originalmente quedó dentro del autor cuando las palabras fueron los moldes a los que su experiencia interna tuvo que atenerse, se rehace en el lector. Talvez de otra manera: no tiene por qué coincidir con la de quien escribe.
Y aquí se produce la maravilla de la superación de los marcos espaciotemporales. Autor, lenguaje, editor, libro, a veces traductor, lector: una secuencia de comunicación entre realidades no coincidentes sino que algo desplazadas unas de otras, pero dialécticamente unidas en un afirmarse-negarse-recrearse que hace de la lectura un vínculo sin fronteras.
Tengo en mis manos las Enéadas de Plotino. Leo en el griego en que ese texto neoplatónico fue escrito en el siglo III d. C. Me ayudo con una traducción latina hecha por el humanista italiano Marsilio Ficino en Florencia en 1492, y con frecuencia la corrijo: muchas veces lleva el agua a su molino. La edición crítica de que dispongo, con introducciones y notas en un correcto pero duro latín germánico, fue cuidadosamente hecha por Creuzer, Moser y Dübner (en el Foro Romano se habrían reído de estos "bárbaros" como lo hicieron del que después fue el Emperador Adriano, cuando recién llegó de España), e impresa en París en 1896 por Firmin-Didot y compañía, tipógrafos del Instituto de Francia. Contiene, además, las "Sentencias" de Porfirio, académico griego algo posterior a Plotino, que hizo un no bien logrado intento de codificación del neoplatonismo; se agregan las "Soluciones" del filósofo latino Prisciano, coetáneo del anterior, quien escribe "al rey de los persas" para ayudarlo a entender lo que éste parecía no captar bien. Una larga secuencia humana entre Plotino y yo; es para mí un libro querido: en él, compartimos espacios y tiempos.
Esto es (y mucho queda en los espacios) lo que intento decir cuando hablo de que los espacios son para ser leídos.
martes, 21 de julio de 2009
La montaña del conocimiento
El camino del conocimiento es una suerte de subida por una gran montaña: al comienzo, una base grande, múltiple, variada, y - en la medida en que subes - cada vez menor hasta llegar a un punto en el que estás en la cumbre y solo queda el silencio.
domingo, 19 de julio de 2009
El impedimento
Por delante el barranco, por detrás la alta montaña: el camino de la vida va formando el carácter del guerrero que nace, muere y nace, con la muerte como consejera.
sábado, 18 de julio de 2009
Esperar
Esperar es la mayor y mejor actividad de nuestras vidas. Lo que está por venir es mucho más de lo que ya pasó, y esperamos. Esperamos nuestra voluntad, nuestra fuerza que tapa las rendijas por la que se nos mete la muerte. Esperamos lo indecible. Y, de pronto, aquí está, lo que nunca habríamos sospechado que sucedería. Lo más grande que podemos hacer es esperar. La espera produce un enorme potencial atractivo: todo el potencial de hacer el no-hacer.
domingo, 12 de julio de 2009
miércoles, 1 de julio de 2009
Envejecimiento
"El tiempo no es un absoluto. La realidad subyacente de todas las cosas es eterna y lo que llamamos tiempo es, en realidad, una eternidad fragmentada. Cuando nuestra atención está centrada en el pasado o en el futuro, estamos en el campo del tiempo, creando vejez... Cuando una vida está concentrada en el presente es real, porque el pasado y el futuro no se interponen en ella. En este momento ¿dónde están pasado y futuro? En ninguna parte. Sólo existe el momento presente; el pasado y el futuro son proyecciones mentales. Si uno es capaz de liberarse de esas proyecciones, tratando de no revivir continuamente el pasado o controlar el futuro, se abre un espacio para una experiencia completamente nueva: la experiencia de un cuerpo sin edad y una mente sin tiempo"
Deepak Chopra. Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo. Santiago, Vergara, 1994
Deepak Chopra. Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo. Santiago, Vergara, 1994
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