Cuando alguien escribe algo, emplea palabras separadas por espacios. Estos espacios son lo que resta del medio espaciotemporal en el que tales palabras cobran ser. Unidas entre sí por estos espacios, las palabras constituyen frases que dicen. Pero sin los espacios, las frases dejan de decir.
Cuando un autor enfrenta la tarea de escribir, se produce un largo ir y venir entre la voz interior y las palabras que tratan de expresarla. El autor trabaja, corrige, revisa, deja reposar, vuelve a corregir; valida la comunicabilidad de su escrito sometiéndolo a la lectura de otros. Aún así, no todo va en las palabras: queda un silencio no expresado en ellas.
Este silencio está en los espacios en los que las palabras discurren. Palabras y silencios forman, en conjunto, lo que el autor ofrece al lector. Y éste queda enfrentado a la tarea de recrear.
En cuanto a las palabras, el manejo del lenguaje basta; es una habilidad que pertenece a la realidad ordinaria; como toda habilidad, tiene sus grados, y a mayor manejo del lenguaje, mayor posibilidad de expresión. El leer los espacios es otro cuento; no es asunto de lenguaje, porque los espacios son silencio, y el silencio no tiene palabras, está más allá de todo decir.
Leer espacios es tarea de conocimiento silencioso, tarea del espíritu: no de la razón. Para leerlos las palabras deben ser dejadas atrás, olvidadas la crítica literaria y las teorías del lenguaje; ignoradas la gramática y aquella hermosa fantasía que se llama semántica (o semiótica, como prefiere llamarla Umberto Eco).
Como todo conocimiento silencioso, de una realidad no ordinaria, la lectura de espacios se produce por sí misma en quien se ha colado por las rendijas existentes entre las descripciones que las palabras hilvanan. Y esa realidad no ordinaria, no codificada en las palabras, que originalmente quedó dentro del autor cuando las palabras fueron los moldes a los que su experiencia interna tuvo que atenerse, se rehace en el lector. Talvez de otra manera: no tiene por qué coincidir con la de quien escribe.
Y aquí se produce la maravilla de la superación de los marcos espaciotemporales. Autor, lenguaje, editor, libro, a veces traductor, lector: una secuencia de comunicación entre realidades no coincidentes sino que algo desplazadas unas de otras, pero dialécticamente unidas en un afirmarse-negarse-recrearse que hace de la lectura un vínculo sin fronteras.
Tengo en mis manos las Enéadas de Plotino. Leo en el griego en que ese texto neoplatónico fue escrito en el siglo III d. C. Me ayudo con una traducción latina hecha por el humanista italiano Marsilio Ficino en Florencia en 1492, y con frecuencia la corrijo: muchas veces lleva el agua a su molino. La edición crítica de que dispongo, con introducciones y notas en un correcto pero duro latín germánico, fue cuidadosamente hecha por Creuzer, Moser y Dübner (en el Foro Romano se habrían reído de estos "bárbaros" como lo hicieron del que después fue el Emperador Adriano, cuando recién llegó de España), e impresa en París en 1896 por Firmin-Didot y compañía, tipógrafos del Instituto de Francia. Contiene, además, las "Sentencias" de Porfirio, académico griego algo posterior a Plotino, que hizo un no bien logrado intento de codificación del neoplatonismo; se agregan las "Soluciones" del filósofo latino Prisciano, coetáneo del anterior, quien escribe "al rey de los persas" para ayudarlo a entender lo que éste parecía no captar bien. Una larga secuencia humana entre Plotino y yo; es para mí un libro querido: en él, compartimos espacios y tiempos.
Esto es (y mucho queda en los espacios) lo que intento decir cuando hablo de que los espacios son para ser leídos.
lunes, 27 de julio de 2009
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Me sobrecoge lo de la traducción de Plotino. Hace falta un dominio absoluto.
ResponderBorrarLo de las palabras y sus espacios, nunca lo había contemplado desde esa perspectiva. Es muy novedosa y abre nuevas vías de escritura.
Un abrazo, amigo.
Lo de Plotino sucedió así: desde hace años estoy metido en una traducción y análisis del Corpus Hermeticum, y me pregunté cómo era en esa época la relación entre el maesto y el discípulo en busca de la regeneración. Un camino de respuesta lo encontré en el maestro de Plotino, Ammonius Saccas, alejandrino como él. Se me ocurre que en la obra de Plotino podemos ver los frutos de las enseñanzas herméticas. No hay que olvidar la enorme influencia que tuvo Plotino en su tiempo en Roma. Hubo grupos de notables que se juntaron en torno a él, que se despojaron de sus bienes y liberaron a sus esclavos para establecer comunidades de vida. Es hermoso.
ResponderBorrarPor lo de las palabras, digo que las palabras que el autor escribe resuenan en los espacios que el lector pone, y de allí los múltiples sentidos de los lenguajes. Hay aquí una que llamo "alquimia de la palabra", acerca de la que hablo en la página respectiva de mi sitio; he repetido en el blog un texto traído de allá. Saludos. Gonzalo.